Federico Gaon
El jueves 14 de
julio tres jóvenes árabes con nacionalidad israelí mataron a dos policías en la
Ciudad Vieja de Jerusalén con armas de fuego, particularmente dentro del
complejo del Monte del Templo que alberga a la mezquita santa de al-Aqsa y la
Cúpula de la Roca. Como consecuencia, a los efectos de reevaluar los mecanismos
de seguridad en el lugar, las autoridades competentes decretaron clausurar el
complejo temporariamente. Esta acción imposibilitó que los fieles musulmanes
puedan ingresar al sitio al día siguiente para participar en la azalá (oración)
del viernes, provocando una ola de consternación en el mundo musulmán.
Subsecuentemente, la instalación de detectores de metales a la entrada del
complejo exacerbó a las multitudes, dejando como saldo una serie de
enfrentamientos entre palestinos y las fuerzas de seguridad.
Si bien los ataques
terroristas en la Ciudad Vieja son una realidad recurrente, el último incidente
llama la atención porque los agresores lograron ingresar al complejo del Monte,
donde el control policial es aún mayor. En este sentido, inadvertida o intencionalmente,
los militantes lograron explotar las tensiones subyacentes entre israelíes y
palestinos, dando pie a incidentes explosivos. El enojo proviene de la
percepción de que Israel busca anexarse el complejo, y que las medidas de
seguridad adicionales están pensadas para acosar a los fieles deliberadamente,
a modo de restringirles el paso e insultar su dignidad. No por nada la postura
palestina sostiene que los detectores de metales constituyen “una violación a
la santidad de la Mezquita de Al-Aqsa”.
¿Son válidas están
percepciones? Son ciertas en la medida que reflejan la interpretación dominante
en la escena musulmana, acostumbrada a pensar a Israel como un constructo
colonial ilegítimo. Con independencia de lo acontecido, y sin importar que
hagan o dejen de hacer las autoridades israelíes, estas impresiones no van a
cambiar en el futuro previsible. Bien, paralelamente, a la luz de los hechos
estas quejas revelan cierta hipocresía, visible cuando uno contrasta la
seguridad en Jerusalén con la seguridad en La Meca. Por ello, es conveniente
revisar la situación, como así el prospecto de que pueda darse una solución
“intermedia”.
En principio, fuera
de la circunstancia israelí, es evidente que los monumentos y los sitios
sensibles deben ser protegidos por personal de seguridad, especialmente en
épocas donde la proliferación del terrorismo está a la orden del día. Por esto
mismo, incluso so pena de contrariar la santidad de la Gran Mezquita de la
Meca, Masjid Al-Haram, las autoridades sauditas no tienen alternativa salvo
monitorear extensivamente la actividad de los peregrinos, con cámaras y
detectores de explosivos. Sin embargo, Arabia Saudita no tiene las
controversias territoriales que tiene Israel. En el contexto de Tierra Santa,
cualquier interferencia o modificación en el delicado balance existente suscita
polémica. Ante la ausencia de un acuerdo de paz entre israelíes y palestinos,
el Monte del Templo, también conocido como la Explanada de las Mezquitas, cae
dentro de territorio israelí. Así y todo, el lugar es administrado por un
fideicomiso islámico palestino-jordano (waaqf), que nominalmente vela por
alertar sobre supuestas violaciones israelíes. No sorprende entonces que el
Estado hebreo se enfrente a una guerra diplomática, que tiene como propósito
deslegitimizar la presencia judía sobre los lugares santos.
Por otro lado, la
situación actual revela una curiosidad no menor. Tal como sugiere Martin
Kramer, el ataque en el Monto del Templo revela el cinismo del discurso
musulmán. En efecto, “el reclamo islámico habitual” consiste en presentar a los
israelíes como la principal amenaza a la integridad del complejo sagrado. No
obstante, ahora sucede que musulmanes ingresaron armas a este lugar,
discutiblemente violando su santidad. Aun así, los referentes musulmanes
evitaron (y en el mejor de los casos minimizaron) el atentado terrorista. Solo
Jordania esbozó cierta condena, aunque exigió que Israel dé marcha atrás con la
medida que ofende a los fieles. Por otro lado, Hamas, particularmente vocal en
condenar la percibida apropiación israelí de sitios islámicos, celebró el
atentado. Este comportamiento demuestra cómo el grupo puede trastornar o
manipular la religión en base a sus finalidades políticas.
Los detectores de
metales instalados en el complejo del Monte del Templo el 18 de julio de 2017.
Los musulmanes palestinos recibieron los controles adiciones con oprobio.
Crédito por la imágen: Policia de Israel.
En rigor, subirse a
la ola de indignación religiosa es lo más políticamente correcto que puede hacer
un dirigente musulmán. En tanto muchos celebren este y otros atentados,
condenar la violencia efusivamente implicaría dar por sentado que “no hay razón
para resistir la ocupación”. Tal es así, que en la narrativa palestina condenar
la violencia es condenar el “altruismo” del mártir. No por poco alguien como
Recep Tayyip Erdogan salió a condenar a Israel por la instalación de los
detectores de metales. El presidente turco siempre buscó posicionarse como un
campeón de la causa palestina en el ágora internacional, y si bien no puede
festejar la violencia árabe, tampoco puede criticarla abiertamente.
En suma, en ojos
palestinos los detectores de metales representan un acto de humillación.
Paradójicamente, no interesa que estos puedan prevenir un atentado contra
fieles musulmanes. Quizás, de haberse instalado medidas de seguridad similares,
la masacre de 1994 en la Tumba de los Patriarcas en Hebrón podría haberse
evitado. En aquella ocasión, un judío radical acribilló a 29 personas. Y dado
el clima de hostilidades, no es posible descartar la posibilidad de fanáticos
buscando asesinar a palestinos. Si dicho escenario llegara a materializarse,
seguramente la opinión palestina culparía a Israel de no haber hecho lo
suficiente para garantizar la seguridad en los sitios de culto.
Dada la controversia
–a mi modo de ver las cosas– Israel debe adoptar una solución intermedia. Más
allá de que es lamentable ser laxo con algo tan fundamental como la seguridad,
la indignación palestina supone el riesgo más grande. Cuando en septiembre de
2000 Ariel Sharon visitó el complejo sagrado en cuestión, inadvertidamente
despertó la ira de los musulmanes, dándole a Yasir Arafat la oportunidad
perfecta para formalizar lo que pasaría a conocerse como la Segunda Intifada.
En Medio Oriente algo como un control de seguridad, acaso trivial en Estados
Unidos o en Europa, es un hecho simbólico cargado de emociones que puede
movilizar a multitudes.
Atrapados entre la
hipocresía árabe y la necesidad pragmática de apaciguar a los manifestantes, es
probable que los decisores israelíes minimicen los controles. Una forma de
hacerlo consiste en cambiar los aparatos que se instalan en el piso por
detectores manuales, de esos que llevan los guardias que controlan en el acceso
a las estaciones de tren y a los centros comerciales en Israel. De este modo,
solo aquellos individuos sospechosos serán revisados. Eso sí, este compromiso
no es garantía de éxito, pero por lo pronto podría destrabar la situación.